jueves, 29 de diciembre de 2011

soi lo que quiero ser dentro de las limitaciones estructurales dadas por mi capacidad de pensar. es decir, hay cosas que no puedo ser porque sencillamente no está en mi pensarlas. todo aquello que se me ocurre, puedo en potencia, ser. puedo incluso ser todo aquello que se me ocurra ser de aqui hasta el dia en el que muera. lo que nunca voy a poder ser es todo aquello que se me negado en mi posibilidad finita de pensamiento. en otras palabras nunca podré ser aquello que ni siquiera logro pensar, mucho menos comprender. no puedo ser aquello que no soy, porque ni siquiera se presenta en mi en forma de pensamiento

viernes, 18 de noviembre de 2011

fliA!

1.

Primero pasa que escuchás una conversación. No está pasando lejos tuyo, y una aprehende primero el murmullo. Hay alguien cerca que está invocando tu nombre. El efecto es total. En segundo no más ya estás totalmente alerta, pendiente de que más podés escuchar y te sentís mal, incómoda y con la sensación de estar siendo marginada. Después, empieza a quemarte. Aparece la angustia, como un hormigueo tenue, y en segundos no más es el fuego limpio el que te golpea la carne. Todo se quema y la vida está en llamas como debe arder el infierno. Algo hay de cierto en esa frase que reza: “pueblo chico, infierno grande”. Cuando las condiciones están dadas, en un pueblo, se incinera al alma más justa, como en una purga, para salvar el sentido que sostiene a la comunidad toda.
Yo debo haber tenido unos 15 años, cuando escuché por primera vez en el colegio la historia de la loca del martillo. Una compañera, que se sentaba delante mio y fumaba cigarrillos de una manera vulgar y exagerada, cuchicheaba con otras sobre una señora que muchos años atrás había asesinado a una mujer a martillazos limpios, para después prenderla fuego adentro de un auto. Esta chica, le comentaba a las otras que la mujer no estaba muerta cuando la prendieron fuego: “seguía viva, seguía viva” chillaba.
No dije nada. Nunca digo nada en realidad. Pero si para mi abuela no fuera tan traumático, probablemente hubiese hecho un chiste con eso, y le habría dicho que la loca del martillo era mi tía abuela, y que no me jodiera más porque en la familia había más de una loca.

2.
Como ardió la mujer en su auto, con la cara desfigurada por los martillazos que mi tía le había dado, ardió en el pueblo el nombre de mi familia: lo realmente triste de las hogueras simbólicas que se encienden en los pueblos es que no siempre responden con justeza a las necesidades de la purga. Las llamas que envolvieron a la mujer habrán sido bastante más certeras, eso si. En realidad, nunca se supo si cuando mi tía la prendió fuego la mujer ya estaba muerta. Estimamos que no, que murió carbonizada, lo que hace todo un poco peor. De haber logrado mi tía su cometido como lo tenía pensado, la mujer hubiese muerte al primer martillazo. De eso estoy segura, nadie de mi familia puede ser tan malo. Sabemos con certeza que ese primer martillazo no mató a la mujer, por eso fue que la tía le borró los ojos a puro golpe. Lo más probable, es que haya estado viva cuando la encerró en el auto, roció todo con nafta y echó un fósforo. Lo que se dice una muerte terrible.

3.
Creo que fue a partir de ahí que todo empezó a andar un poco peor en mi familia. Mi abuela nunca quiere hablar del tema, la pone mal, dice. Como en una comunión filial implícita (quizás explicita entre ellos), todos los vínculos sanguíneos respetan el silencio que mi abuela ha mantenido intacto a lo largo de los años. La historia completa nunca la cuenta nadie, si me enteré fue de a pedacitos y por comentarios que fui escuchando. Cuando volví ese mediodía del colegio le pregunté a mi mamá por la tía. Mamá, que siempre me decía todo lo que sabía de las cosas, me esquivaba. Cuando nos sentamos a almorzar, volví a preguntar. Papá me quiso contar. Claro, el estaba por fuera del pacto de silencio y sangre. Pero se ve que mi mamá empezó a patearlo por debajo de la mesa, porque mi papá se cayó. No sin antes pedirle a mi mamá que no lo pateé más. Fue raro. En mi casa siempre se nos decía la verdad a mi y a mi hermana. Creo que ahí fue que empecé a pensar que la historia de la tía encerraba otras historias mucho más secretas que la de la loca del martillo.

4.
La tía y la abuela no tenían otros hermanos, y cuando la tía hizo lo que hizo mi abuela la pasó mal. Más que nada por la “vergüenza”, como siempre dice, pero otro poco también por cosas que tienen que ver con ella. Cuando a la tía la fue a buscar la policía a su casa, el tío no estaba. Había salido a jugar a las cartas, como hacía todos los días. Después de comer, en el pueblo, los hombres se van al club a jugar a las cartas. Más en la época de mi tía. Jugaban al Tute Cabrera o al Codillo, que son juegos parecidos, pero no son iguales. Y en cualquier mesa se te ofenden mucho si los confundís. Los hombres siempre juegan por plata a las cartas, así sea por 10 centavos, juegan por plata. Las mujeres no juegan ni al Tute ni al Codillo, juegan a la canasta y nunca pero nunca juegan por plata.

5.
En el medio del silencio total que se hace en el pueblo a la hora de la siesta, mi tía atendió a la policía. Todas las casas están sobre la calle y se escucha todo. Creo que era domingo. Me imagino el momento y es como si lo estuviera viendo: todos los vecinos asomados a la ventana a ver que era lo que estaba pasando, y mi tía, sacando carpiendo a la policía, echando doble llave a la puerta después de cerrárselas en la cara.




martes, 1 de febrero de 2011

Ando en esto de andar haciendo algo para llenar un poco estos huecos que se me plantan en la jeta, o en la panza.
Ando viendo que se puede hacer con tener las mañanas libres, y los tardes de encierro. Ojo, no es que sufra como sufren los niños ricos, que valga la redundancia, sufren tristeza. Un poco si, debo decir, pero acá el problema sigue siendo otro.

Porque existe una alta probabilidad de que acabado mi encierro, y encontrada mi salida, vuelva a buscar hacer alguna otra cosa, porque soy, digamos que, inconstante. La inconstancia, para nuestra generación, es una suerte de lugar heroico y profano, que nos define en tanto, somos, precisamente, hijos de la misma historia trunca. Incapaces de la constancia. O de la continuidad. De alguna manera, intuyo, que debemos no ser otra cosa que la generación del desequilibrio porque nacimos aquí y ahora, y el tiempo nos encontró a nosotros primero.

Estamos llenos de vértices que expresan que el equilibrio no es una cualidad propia de esta juventud de la que formamos parte. Oímos el desequilibrio en cada palabra hecha cuento, o hazaña. Es que estamos hechos de no certezas. De agujeros y lugares profundamente vacíos. Hallamos las sensaciones de plenitud en el juego de ser reventadas, putas o locas. Somos desequilibradas. Probablemente podamos, como podemos, tener un trabajo de unas 8 horas diarias, seguramente, consigamos realizarlo dignamente, y percibamos un sueldo que nos deja margen para comprarnos las ropita que más nos gusta, y comer en esos restaurantes caros de palermo kosher.

No estamos, sin embargo, contenidas positivamente en estas formas de existencia, y buscamos, como empezamos diciendo, algo que nos llene el tiempo que nos queda libre después de dormir, llorar, trabajar y coger.

Somos una estampida de desequilibradas andando tristes o felices, depende el día. De eso se trata, justamente, el desequilibro estático. Estamos plantadas en nuestras vidas de manera errante, híper jurándonos que esto que somos hoy no es para siempre, que podemos encontrarle la vuelta al equilibrio en el desequilibrio. A salir los días de semana a tomarnos todas las birras que podamos pagar, renunciar a la pollerita que vimos el otro día caminando por almagro, y plantear que así está bien, y volver a despertarnos el lunes, 8:15, bañarnos en un periquete, y salir de vuelta a la vida equilibrada que nos permite conjurar las noches de juerga.

En ese devenir en ciclos es que estamos jugándonos la existencia. No somos la generación del cambio, eso está claro. No somos otras, ni nosotras, y eso, también está más que claro. No vale nada preguntarnos que es esto que somos, como generación o como vamos a lograr escribir el primer capítulo de nuestro futuro libro. Como vamos a cantar tangos en la tanguería de Roberto, o lo que sea que pongamos en el lugar de plenitud.

En el fondo, lo más triste es que no sabemos. Hay cuestiones estructurales que nos definen, ciertamente. Nos está negado el ascenso social, como generación y como estirpe. No existe más el luche y vuelve, ni el luche y compre. El consumo, como forma válida de existencia privilegiada, también se está apagando. Si tenemos un poco de suerte, papá puede comprarnos nuestro primer departamento, así nos pagamos el alquiler, y podemos jugar a que llevamos la vida que queremos. Ciertamente, estamos en la post era, y ni siquiera somos capaces de decirlo. Nos toman la voz y nos deforman. No es que existan cosas nuevas ahora y justo nosotros las hicimos. Nosotros nunca hicimos nada más que ponernos en pedo, tomar merca en los baños de los ministerios y tener sexo con desconocidos en Unidades Básicas. Todos muy pintorescos los relatos que inventamos, pero esto ya lo hizo alguien antes, y muy seguramente, mejor que nosotras mismas. El cuento y el acto.

Entonces, que es lo que nos define, me pregunto. Y volvemos, volviendo a ver la cosa después de llenar todo de palabras una vez más, y decimos, porque es lo que más nos gusta, que la cosa homogénea entre todas nosotras es justamente, la nada misma.

No tenemos ataduras, ni estandartes. Nacimos de la nada, y eso ha marcado nuestro no lugar en el mundo. Algo bueno: tenemos en claro que nada valemos. Que para la gente que importa somos prescindibles. Pero los sentidos, y de estos si somos culpables, los damos nosotras mismas. Un poco es lo que nos toca, y otro poco es lo que nosotros hemos tocado. Existe como lo vemos, porque existe si. Pero por sobre todo, porque los estamos mirando. Hay un juego entre el qué mira, y el qué se deja mirar. Una construcción conceptual del sentido de la observación y los significantes que se producen en la dinámica que estará vedado hasta que elijamos denunciarlo.

No estamos llamando a la denuncia, ni a las conductas heroicas. Esto tampoco nos importa un bledo. Lo que si nos interesa es la construcción del no lugar, y la definición de nuestro territorio, como propio.
Si estamos en esto de ser nada, y no valer, ni inventar, como en el fondo todo se ha dicho y todo se ha hecho, lo mejor que podemos hacer es repetir y soplar y robarle la astucia al sentido. Y sobre todo, ser profundamente conscientes, no hacernos las boludas.

Si estamos buscando cosas, porque no sabemos adonde vamos, y porque si o si necesitamos trascender en un punto de la historia en la que trascendencia está negra y acabada, asumamos nuestra búsqueda para poder de una vez y para siempre derruirla y tirarla al costado del camino.

Cuando éramos más jóvenes podíamos ser todo y mucho más. Hoy, que fundamentalmente no somos nada, o somos muy poco, apenas empleadas públicas, escritoras mediocres, o aspirantes a cientistas sociales programadas para el escenario académico, podemos decir, sin miedo a equivocarnos, que estamos asumiendo lo ridículo de nuestra pretensión idiota, y al fin, decidirnos a profundizar el escenario que buscamos.





jueves, 6 de enero de 2011

do not watch

Sabemos que el Estado nos construye las formas de vida mas o menos aceptables, y todo lo que no está estatalmente definido, queda en los márgenes de la cordura. Formas de vida menos óptimas que aquellos que se encuentran en los costados eligen desarrollar. Pero que no están validadas, socialmente, como opciones dignas o prósperas de existencia.
Todxs tenemos amigxs lumpenes, músicos, poetas, artistas, propiamente. Artesanos o militantes. Que viven en Barcelona o en la Paternal. Copados. Pero de lejos. Ellos no somos nosotros.
Es en estos vértices, que donde se puede empezar a pensar en las contradicciones que el estado de las cosas le genera a los sujetos.
¿Elegimos verdaderamente como queremos vivir? ¿o amortizamos la edad en la costumbre leal de seguir las huellas que nos dejaron bien marcadas?
Hacemos lo que nos dicen.
El tema es, siempre, como te lo dicen.
Te lo hacen saber, sutilmente. La publicidad, la televisión, la imagen son formas de acción del poder que se diluyen en el cotidiano, que parecen no tener fuerza real, pero que, muy por el contrario, accionan de manera contundente en el inconsciente colectivo.
Existe la determinación en la categorización. El mero existir de formas de vida más recomendables que otras nos arroja al menos dos cuestiones centrales para el análisis; a saber, por un lado, la existencia de un criterio soberano sobre que es lo que representa en términos prácticos una mejor vida. Por otro, la dificultad que afronta quien se encuentra en la necesidad de definir su "modo de vida" por un camino o por otro.
Que existan, ampliamente publicitadas, las formas de vida que comulgan con los valores sociales establecidos y no otras, nos restringe como sujetos en los momentos de decisión. Esto es, a todas luces, una forma de determinación coercitiva. Un criterio soberano establecido que se impone a las conciencias individuales. Por desconocimiento de alternativas o por que la (mal) llamada presión social hace lo suyo, que es también, una forma de ignorancia.
El poder se forma para encontrar las maneras de autovalerse y reinventarse. Enmudecer a los conciencias. Todo sujeto debe, también, autovalerse. Desconfiar de las formas establecidas y, por sobre todas las cosas, no mirar televisión.