Ando en esto de andar haciendo algo para llenar un poco estos huecos que se me plantan en la jeta, o en la panza.
Ando viendo que se puede hacer con tener las mañanas libres, y los tardes de encierro. Ojo, no es que sufra como sufren los niños ricos, que valga la redundancia, sufren tristeza. Un poco si, debo decir, pero acá el problema sigue siendo otro.
Porque existe una alta probabilidad de que acabado mi encierro, y encontrada mi salida, vuelva a buscar hacer alguna otra cosa, porque soy, digamos que, inconstante. La inconstancia, para nuestra generación, es una suerte de lugar heroico y profano, que nos define en tanto, somos, precisamente, hijos de la misma historia trunca. Incapaces de la constancia. O de la continuidad. De alguna manera, intuyo, que debemos no ser otra cosa que la generación del desequilibrio porque nacimos aquí y ahora, y el tiempo nos encontró a nosotros primero.
Estamos llenos de vértices que expresan que el equilibrio no es una cualidad propia de esta juventud de la que formamos parte. Oímos el desequilibrio en cada palabra hecha cuento, o hazaña. Es que estamos hechos de no certezas. De agujeros y lugares profundamente vacíos. Hallamos las sensaciones de plenitud en el juego de ser reventadas, putas o locas. Somos desequilibradas. Probablemente podamos, como podemos, tener un trabajo de unas 8 horas diarias, seguramente, consigamos realizarlo dignamente, y percibamos un sueldo que nos deja margen para comprarnos las ropita que más nos gusta, y comer en esos restaurantes caros de palermo kosher.
No estamos, sin embargo, contenidas positivamente en estas formas de existencia, y buscamos, como empezamos diciendo, algo que nos llene el tiempo que nos queda libre después de dormir, llorar, trabajar y coger.
Somos una estampida de desequilibradas andando tristes o felices, depende el día. De eso se trata, justamente, el desequilibro estático. Estamos plantadas en nuestras vidas de manera errante, híper jurándonos que esto que somos hoy no es para siempre, que podemos encontrarle la vuelta al equilibrio en el desequilibrio. A salir los días de semana a tomarnos todas las birras que podamos pagar, renunciar a la pollerita que vimos el otro día caminando por almagro, y plantear que así está bien, y volver a despertarnos el lunes, 8:15, bañarnos en un periquete, y salir de vuelta a la vida equilibrada que nos permite conjurar las noches de juerga.
En ese devenir en ciclos es que estamos jugándonos la existencia. No somos la generación del cambio, eso está claro. No somos otras, ni nosotras, y eso, también está más que claro. No vale nada preguntarnos que es esto que somos, como generación o como vamos a lograr escribir el primer capítulo de nuestro futuro libro. Como vamos a cantar tangos en la tanguería de Roberto, o lo que sea que pongamos en el lugar de plenitud.
En el fondo, lo más triste es que no sabemos. Hay cuestiones estructurales que nos definen, ciertamente. Nos está negado el ascenso social, como generación y como estirpe. No existe más el luche y vuelve, ni el luche y compre. El consumo, como forma válida de existencia privilegiada, también se está apagando. Si tenemos un poco de suerte, papá puede comprarnos nuestro primer departamento, así nos pagamos el alquiler, y podemos jugar a que llevamos la vida que queremos. Ciertamente, estamos en la post era, y ni siquiera somos capaces de decirlo. Nos toman la voz y nos deforman. No es que existan cosas nuevas ahora y justo nosotros las hicimos. Nosotros nunca hicimos nada más que ponernos en pedo, tomar merca en los baños de los ministerios y tener sexo con desconocidos en Unidades Básicas. Todos muy pintorescos los relatos que inventamos, pero esto ya lo hizo alguien antes, y muy seguramente, mejor que nosotras mismas. El cuento y el acto.
Entonces, que es lo que nos define, me pregunto. Y volvemos, volviendo a ver la cosa después de llenar todo de palabras una vez más, y decimos, porque es lo que más nos gusta, que la cosa homogénea entre todas nosotras es justamente, la nada misma.
No tenemos ataduras, ni estandartes. Nacimos de la nada, y eso ha marcado nuestro no lugar en el mundo. Algo bueno: tenemos en claro que nada valemos. Que para la gente que importa somos prescindibles. Pero los sentidos, y de estos si somos culpables, los damos nosotras mismas. Un poco es lo que nos toca, y otro poco es lo que nosotros hemos tocado. Existe como lo vemos, porque existe si. Pero por sobre todo, porque los estamos mirando. Hay un juego entre el qué mira, y el qué se deja mirar. Una construcción conceptual del sentido de la observación y los significantes que se producen en la dinámica que estará vedado hasta que elijamos denunciarlo.
No estamos llamando a la denuncia, ni a las conductas heroicas. Esto tampoco nos importa un bledo. Lo que si nos interesa es la construcción del no lugar, y la definición de nuestro territorio, como propio.
Si estamos en esto de ser nada, y no valer, ni inventar, como en el fondo todo se ha dicho y todo se ha hecho, lo mejor que podemos hacer es repetir y soplar y robarle la astucia al sentido. Y sobre todo, ser profundamente conscientes, no hacernos las boludas.
Si estamos buscando cosas, porque no sabemos adonde vamos, y porque si o si necesitamos trascender en un punto de la historia en la que trascendencia está negra y acabada, asumamos nuestra búsqueda para poder de una vez y para siempre derruirla y tirarla al costado del camino.
Cuando éramos más jóvenes podíamos ser todo y mucho más. Hoy, que fundamentalmente no somos nada, o somos muy poco, apenas empleadas públicas, escritoras mediocres, o aspirantes a cientistas sociales programadas para el escenario académico, podemos decir, sin miedo a equivocarnos, que estamos asumiendo lo ridículo de nuestra pretensión idiota, y al fin, decidirnos a profundizar el escenario que buscamos.