miércoles, 9 de enero de 2013

desde que la vi subir corriendo la escalera no puedo mirar a la escalera. ni por la ventana que da a la escalera. primero bajé las persianas, después cerré las ventanas y hoy, ya finalmente, cerré las cortinas y ya no hay afuera. tres capas de cosas me separan de mi vista, de mi patio y del acceso a la terraza de mi vecino. tres gruesas capas de separación entre ella y yo. ella vive afuera y yo vivo adentro y nos separan exactamente el día y la noche: el momento en el que me la cruzo cuando entro y la persiana, la ventana y la cortina. antes no usaba las cortinas. eran un pedacito de tela liviana que llevaba mi casa coqueta atadas con una tirita de colores, apenas utilizadas los fines de semana cuando después de bañarme, me ocupaba de andar por la casa usando casi nada de ropa. ahí si, hacían gala de su utilidad: que el vecino no me viera y pensara que andaba desnuda para gustarle o algo así. el resto de los días, como si nada. tranquilas ellas atadas a su piolita de colores que me vino en la bolsa de cuando me compré el vestido para el casamiento del primo de mati. las persianas se bajaban de noche y cuando me iba al trabajo. por la lluvia más que nada. siendo hoy día Buenos Aires una ex ciudad sub tropical, la lluvia se nos viene encima casi que de sorpresa. así que las persianas se usaban bastante más. también por el tema de la posibilidad de un robo. con la persiana arriba estiras la mano y metés un palo con un gancho y me robas la compu. así me pasó en Valizas. vino uno y metió la mano por una ventana abierta y me robó la cartera con la guita y el pasaje. desde entonces, las persianas bajas del todo. las ventanas no las cerraba, salvo en invierno, por el frío, claro.
ahora, cuando vuelvo del trabajo, ya no quiero llegar.
a metros de mi casa adopto mi pose valiente y voy repitiendome por la calle, mientras me acerco a la puerta, que no pasa nada que está todo bien, que no es nada grave. me exijo actuar con responsabilidad y el temple que, para todo lo otro en mi vida, me caracteriza. pero no. ya cuando abro la puerta de calle me tiemblan las manos y no puedo pasar sin mirar. me detengo, ante la cancel y miro los caños que se adhieren a las paredes del pasillo. si no veo nada, no grito y después de un momento de mucha angustia me ocupo de hacerme cruzar el pasillo. a la mitad es cuando suele darme el ataque; la planta apalmerada que está a mitad de camino entre la puerta de calle y la puerta de mi casa, es la que usa para bajar, y cuando paso por ahí me toca el brazo y la cabeza también, aunque apenas y es casi como si la tocara a ella. me desarmo y trastabillo por la escalera. a veces me golpeo un dedo, a veces se me caen las cosas que cargo y tardo mucho más de lo que quisiera. a veces paso, sin complicaciones. una vez adentro ya no me atrevo a salir, hasta que se hace de día y la angustia parece menguar. la calle no me parece un lugar seguro tampoco. por más gente que haya dando vueltas, por más sol que raje la tarde. asco, pienso. creo, estimo que mientras tipeo ésto está esperando detrás de la cómoda que tengo en mi habitación. es que cuando yo cierre los ojos y no pueda verla va a usar mi ropa, y a ponerse mis zapatos. va a caminar sobre mi almohada y mi cabeza, bailando el baile de la victoria sobre mi, mientras yo duermo el sueño de las derrotadas. antes y después de hoy, soy esa rata. mis ojos se posan sobre mi misma, proyectándome sobre la cabeza el vacío desde el filo de la escalera que no veo porque bajé la persiana, cerré la ventanta y corrí las cortinas.

domingo, 28 de octubre de 2012





Y después también está ese momento feo de elegir algo y dejar otra cosa sin elegir. Hay gente que no sabe vivir de otra manera, que está hiper archi profesionalizada, que se pegó al camino elegido y la va a aguantar ahí hasta que no le quede más aire. En un mundo que está aceitado para que el que tapa las botellas de agua no sepa hacer nada más que eso, la dedicación a una sola cosa, se premia. Así te va ir mejor en la vida. Te va a ir mejor en la vida de la gente a la que le va bien. La gente esa que tiene una profesión, una casa y una secretaria. Yo soy la secretaria de la gente a la que le va bien. Y de repente me siento agradecida, muy agradecida que me dejen ser parte de su maravilloso mundo de gente exitosa. Y quiero hacer las cosas bien, quiero ayudar a que cambien todo en el mundo esa gente que estudio tanto y es tan buena. Y algo ayudo, mando unos mails y atiendo el teléfono. Me dicen que me va a ir mejor a mi también si elijo adonde quiero ir y me piden y así me jefe no dice nada. Yo atiendo el teléfono. Y a mi no me resulta ni estimulante ni nada elegir. No que me resulte fantástico atender el teléfono, pero es que hay cosas muy peores. Auto convencerme, plegarme para siempre a una decisión que tomé hace 1000 años. Me estreso. Porque tengo 28 años y piqué por todos lados pero no encontré ninguna locura de pasión que me permita mantenerme despierta en eso siempre en la vida. Elegí no elegir como una forma de elegir. ¿No ser nada es mejor que ser una sola cosa? Seguro que no. Pero más importante que ser de tal o cual manera es aprender a justificarse. Como la gente mediocre que empieza a explicar sus errores aludiendo a los errores de otros. Esa gente que no se entera nunca lo mal que hace las cosas porque lleva más tiempo explicarles su error que empezar todo de nuevo. No es que me sienta mediocre del todo. Me titila luz del teléfono y ya lo tengo en la mano, eso no es ser mediocre. Me siento en un bar con desconocidos a tomar birra y no hablo, porque no tengo nada que decir. Eso no es para nada ser mediocre.

Qué cosa horrible la conciencia. Me gustaría ser un poco más estúpida. Pero no lo digo como una campeona que se las da de inteligente mal. Todo lo contrario. Quisiera ser o más estúpida o más capaz. Alguna de las dos. Intuyo que más capaz de hacer no voy a ser nunca, así que me queda pensar en la posibilidad de hacerme más idiota. Porque un paso más acá es como vivir en el infierno. Pensar me lastima los oídos, me zumba la cabeza y eso que hoy estuve todo el día tirada. Soy una suerte de líder natural. Tengo tantas expectativas puestas en mi que me da paja existir. Es todo de un esfuerzo enorme. Yo quiero mirar la tele sin culpas. Reírme con Tinelli y no tener que esbozar un artilugio complejo de tramas y fuerzas simbólicas para justificarme. Laburar todos los días 8 horas es hacer parte del engranaje Tinelli. La televisión se hizo para mi. Soy parte de ese estado de situación, soy una parte ínfima, mínima y traumada de ese todo. Y funciono a la perfección. Llego a mi casa, me como una ensalada y mientras, miro a Tinelli. Miro a cualquier cosa que opere de Tinelli, cualquier pasivo bendito por las ofrendas del raiting. Soy dueña de ese tiempo en el que me permito no pensar. Pensar es parte de no cambiar, de no ser y de no hacerme más daño. Mis amigas me dicen: es que sos muy libre. Que chantada. Yo no soy libre en nada. Pero también es cierto que prefiero morirme antes que vivir pensando que tengo que cambiar.

Es parte de la vida de hoy también, ese tipo de existencias conflictuadas por la necesidad que cargamos de darle entidad y valor a nuestro devenir. Somos parte de un mundo demasiado grande, muchos países, muchas cosas. Necesitamos sobresalir, resaltar, dejar nuestra marca y promover nuestro legado. Antes la gente venía al mundo con la frente marcada por una existencia determinada de ante mano, no había laburo para los psicólogos y no existía la necesidad de elegir. Estaba todo el escenario montado y una se resignaba a ubicarse en su lugar marcado. Así también, incluso, la gente era feliz. Los tiempos cambiaron para esto de hoy, y la realidad implica pensarla. Estudiar una carrera, ser una mina que vive sola, estar bien vestida. Todas cosas muy necesarias para pertenecer a una clase social y sus variantes. Yo no pertenezco a la clase social media porteña. Vengo de otras andanzas. El interior es otro mundo, un poco menos complejo pero también más arraigado. Iba al colegio porque había que ir. Y me quedaba enfrente, así que ni ratearme ni hacerme la loca podía. Podía si, ir con desgano, que fue lo que hice durante todos los años que me toco asistir a clases. Es parte de intervenir al propio sujeto, negarlo. A mi también me hubiese gustado ser una joven permeable a los conocimientos, ir al Nacional Buenos Aires, ser candidata a presidente del centro de estudiantes, pero en donde yo crecí eso no existía. Escuchaba por la radio a Rolando Hanglin y a las mujeres que le llamaban para compartir, con orgullo y alegría, que sus hijos habían entrado al Nacional. Cuando estaba en la primaria pensaba que si me esmeraba podía lograr que me mandaran a estudiar ahí. De más grande entendí que era imposible y sobrevino la abulia. Vivir sin privaciones, claro, pero con el culo en la mano. Mi mamá laburaba en un frigorífico y la echaron porque lo cerraron. Fue la única de 400 empleados que no arregló su salida y se quedó sin nada. Mi papá es profesional, pero tenía poco trabajo. Nos gustaba ir al club los fines de semana, pero no teníamos plata para pagarnos la pileta los meses de verano. Así que cuando todos se iban a meter al agua, con mis hermanos nos metíamos en la pile de los nenitos que era chiquitita pero por la que no se pagaba entrada.
Al verano siguiente ya nos mandaron a la colonia y así no se pagaba la pileta. Yo ya estaba grande para esas cosas, pero igual de alguna manera lo disfrute. No era la única grandulona, éramos varios. Algunos de los que después serían los porongas del pueblo, los conocí ahí. Entre colectivos que tardaban horas hasta el Club Náutico y canchas de tenis y de basquet. Devenir niña. Ahí se me fue la inocencia un día a la tardecita, cuando a la pileta grande ya le habían echado cloro y no había gente ni bañero. Los varones se metieron al agua y se sacaron las mallas. Una de las chicas con las que yo me juntaba se metió al agua con ellos y se sacó la malla también. La revoleó al costado de la pileta y se dejó tocar por todos los varones que se acercaron. Yo miraba desde el borde, con la malla de mi amiga en la mano. Cuando quiso salir, se la alcancé. Nos fuimos todos juntos, al costadito de la pile a jugar a la botellita. Ahí me dieron mi primer beso de piquito y también me metieron la lengua. En ese momento no me gustó, estaba demasiado nerviosa y con la sensación de que algo de lo que hacíamos estaba mal. No me voy a olvidar nunca de mi amiga ese día. Ella siempre era como un varoncito más, jugaba de igual a igual a todo con los chicos. Pero supongo que también era, muy a su pesar, una chica como cualquiera. Porque ese día vi que quería tener cerca a los chicos de otra manera, no como el varoncito que era siempre. Quería que le tocaran las tetas (yo no tenía ni por asomo), quería llamar la atención por chica y no por casi varón.
Después de ahí no se bien que pasó, pero a la noche hubo un fogón en la cancha de fútbol y todos fuimos hasta ahí a cantar y tomar vino a escondidas. Ahí, de vuelta, los varones la arrinconaron y ella se dejó tocar las tetas y el culo. También creo que otra medio que no le quedó. Eran 7 u 8 pibes, encerrándola en una ronda, ella en el medio, y yo veía como le iban subiendo la remera y le desprendían el corpiño. Eran muchas manos y todas sobre su cuerpo. Cuando se sacó el corpiño en la pileta la historia era distinta. Acá ella no eligió nada, pero fue el desenlace de lo que empezó cuando le mostró las tetas a todos en la pile. Les despertó las ganas de tocar tetas a todos los pibes del club y ahora la estaba pagando. Lo único que no se puede decir fue que no se la aguantó. Se dejó tocar todo lo que quisieron. Con otro amigo que había ahí, al que también le dio calor la situación le dijimos a los pibes que pararan, pero no hubo caso. Y la cosa se fue poniendo medio fea y era o meterte en esa o tomártelas. Yo, me las tome. Y lo bien que hice.
Eran pocas las veces que yo me sentía más cerca de mi hermana que de mis amigos del club. Ahí me sentí más cerca de mi hermana. De mi hermano también, pero el era bastante más chico. Nosotros tres éramos chicos buenos. La más problemática siempre era yo, pero en el fondo también era buena.
No hacíamos escándalos por nada, nos quedábamos tranquilos cuando mi papá nos decía que no jodiéramos ese finde porque no había plata para el helado de postre o cuando era el corso y nosotros éramos los únicos chicos que no tenían espumitas. No había plata para espumitas y mi hermano recorría los cordones de la vereda levantando los pomos que la gente había tirado a ver si podía jugar un poco con lo que le hubiera sobrado a otros. Y no nos quejábamos. Era así y no había vueltas. Tampoco era tan grave. Esas cosas se notan después. Yo no me dejé tocar por todos, algo de lo que me enseñaron en mi casa debe haber tenido que ver.
Después de ese día no volví a ser tan amiga de mi amiga. Como si algo en nosotras se hubiera roto. A ella le daba vergüenza mirarme a la cara y yo no sabía que decirle. No es que me molestara o pensara que había hecho algo mal, para nada, pero si algo había cambiado. Haberla visto tan expuesta, y ver después como ese monstruo que desató se la terminó comiendo me hacía sentir pena por ella. No podía decírselo y así medio que terminó todo. Después nosotras crecimos, por separado, pero igual crecimos bien. Ella creo que vive en Nuñez. Debe tener plata. Ya la tenía entonces. Yo vivo en Boedo y soy secretaria.



jueves, 15 de marzo de 2012

gaucha

Que mitiguen sus desvelos conmigo que soy gauchita. El tema de las ballenas, ponele. No es joda: hay gente que se ocupa de salvar a las ballenas. Que me salven a mi, que soy un ser humano y tengo sentimientos y me amarga tener que levantarme para ir a trabajar. Si me van a venir con que yo puedo defenderme sola, les digo que son unos fallutos. Ahora resulta más noble ocuparse de los bichos que de las personas. O sea, en todo, yo ya me di cuenta, hay como jerarquías.
A ver, como te lo digo… es más o menos así: los que menos saben para que lado es para el que hay que correr son los que se suben a las canoas y se internan en el pacífico para pelear contra barcos japoneses. Total no pierden nada. Redimen su necesidad de rebelión, se pelean a los gritos con su familia, cogen más y se duermen pensando que su existencia tiene algún sentido. Los que tienen una vida mejor, casa propia, sin hipoteca, mujer bella y excitante y niños rubios y prolijos, a los que los mocos parecen no caérseles, que aprenden idiomas en los colegios más caros, cambian parte de su sobrante en dinero por tranquilidad. Es simple. Con el firme propósito de sentir un poco menos de culpa o de aburrirse un poco menos o de sumar a sus temas de conversación en sociedad un ítem más, del que además se pueden dar grandes aires porque la solidaridad cotiza en bolsa, dan plata a Greenpeace para que otros, se suban a expediciones horribles y ponele que si, defiendan a las ballenas.
Si eso de verdad sucede, desconozco. No hace falta que efectivamente suceda para que el mecanismo opere sin complicaciones. Es a quiénes gobiernan los standards de vida modelo de este planeta, ésta gente que hace cosas como donaciones, a quien responsabilizo por mi tristeza. Si ellos no existieran con sus casas que parecen museos y sus mujeres con tres hijos y un culo manzanita envidiable, yo no tendría que dar explicaciones a la cúpula familiar, de porque es que quiero dejar de ganar plata para empezar a perderla.
Los militantes son otro tema. Ecologista (Greenpeace) trotskista, autonomista, artista incluso, es una de las formas más absolutas de sometimiento. Estar tan sin saber para donde correr, que es más fácil y más rápido sumarse a la lucha de una causa ajena, que armarte una historia propia. Los mártires de este mundo son, en su mayoría, gente ciega. Perdida. El ambiente está plagado de estereotipos obvios y redundantes: el típico chico lindo, militante, convencido, que habla bien, que no se apasiona por nada que no sea la política y el barrio y la territorialidad. Cogedor nato, siempre y cuando no esté, justamente, militando. A quien le encanta pasearse con la chica linda, noble, militante abnegada de la causa (popular). Por las noches, otra es la historia. La chica linda descansa, mañana se va a Boulogne al taller de género, y en la fiestas, obligadas en todo movimiento porque siempre es harto importante alimentar la “mística”, los señoritos se dedican a pavonear el culo, dando vueltas, vaso de fernet con coca en mano, a ver en donde, de toda la oferta de minitas en pollera de colores hasta el piso y vinchas superlativas, se deciden a colocarla. Las solteras revolucionarias, que no hacemos taller de género, ni nos levantamos temprano, y tomamos fernet a la par de los varones, nos peleamos por ser el agujero de esa noche. Cuando logras llevártelo con vos, al militante elite, ese que está más bueno que comer pollo con la mano, siempre a tu casa, porque claro, él vive lejos, llegando a la plata, o en algún partido del conurbano bonaerense (siempre hacía el sur), después de coger, después de que te acaba adentro, sin forro, todo bien, mañana te tomas la pastillita, te habla de ella. De con que placer pasaría toda la vida con ella. Ella es divina, la chica más linda del mundo, proporcionadita, claro, inteligente sagaz, calladita. La típica con chica con la que te casarías, claro, si los militantes creyeran en eso de meter al Estado o la Iglesia en la cama. Y al rato, saz, ya te coge de vuelta. Seguro que la trata como a una chiquita de porcelana, le hace mimos en la espalda y con la que duerme abrazado. Con ella, seguro, además, se pone el forrito, y se despierta temprano para llevarle el desayuno a la cama. El tiene las llaves de la casa de ella en Capital, pero cómo todo hombre que se precie de tal, no llega a destino todas las noches y alimenta la fantasía de que el es un hombre fuera de lo común, indomable, que la elige por sobre todas las otras, pero que obviamente, no puede zafarse de su insignia de macho dorado.
Duerme unas horitas, a la mañana te despierta demasiado temprano y te pide que le abras y monedas para el bondi. Le das las monedas, feliz de que te las haya pedido, incluso si así la que ya no tiene plata ni para viajar, sos vos. Pensás que eso abre alguna especie de pacto estelar entre ustedes y que más allá de todo, ahora hay algo especial que los une para siempre. Te vas a dormir con una sonrisa, pensando que la pasaste bárbaro. Dejas pasar los 4 días reglamentarios y él, obvio, no te llamo. Ninguna revolución se hizo en 4 días. Paciencia y acción: mandás el mensaje fresco, despreocupado. Sos el símbolo de la libertad. Pero no contesta. Es que seguro no tiene crédito. Después del tercer mensaje sin respuesta te das cuenta que es mejor llamarlo. Más vale un llamado casual que mil mensajes sin respuesta. Suena una, dos tres veces y atiende. Ah, sos vos, ¿cómo estás? No, hoy no puedo. ¿Otro día? Mañana, puede ser. Te llamo, dale. Beso linda. Y la conversación en si no estuvo buena, pero te dijo linda. Te dijo linda. Mañana lo llamo de vuelta. Igual lo voy a ver en la fiesta del sábado. Mañana lo llamo.
Yo le creo que la quiere. Le creo porque la veo de afuera. Miro la escena: chico lindo se enamora de chica linda y me masturbo con eso. Qué más. Como en cualquier película yankee de secundaria medio pelo. Con la imagen de ella sobre mi cara, me creo ella. Soy ella. Me doy cuenta que la imito por momentos, aunque hablando parezca un camionero.  Estoy segura que es así. Le creo también que va a pasar el resto de su vida con ella, o que por lo menos esa es la intención. Le creo todo lo que me diga. La militancia le creo, el amor le creo. Le creo todo. Yo, que la tengo más clara, que soy más fría y me la sé de me-mo-ria. Y acá si querés cambiame todo y pone un discurso combativo sobre la mentira del militante machista y la cheta bella que se pasa el día con los pobres y que el la quiere por cheta y no por buena. Yo, igual, le creo. En algo tengo que creer.


viernes, 20 de enero de 2012

sola

Qué me grite en si no me molesta tanto como la necesidad que carga de alargar las cosas. Estirarlas. Tomarse el tiempo de montar la carpa entera para desplegar el circo del reclamo y agotar cada tema a partir del cual puede generar algún problema. Se exonera del odio que me guarda maltratándome todo lo que puede, en todas y cada una de las excusas que le doy. Si me río, de que es que río tanto. ¿Me río de él? Flaco, no sos el centro del mundo. A veces sólo me río. Si lloro o estoy con mala cara, peor. Que nunca disfruto de nada, que soy una ingrata, incluso que me gusta estar mal. De todas maneras, lo que parece alterarlo más que nada, es que mis estados de ánimo tengan más bien poco que ver con él. Salta a otro ítem únicamente cuando la cuestión está ya seca de tanto exprimirla. Motivos para la queja, es cierto, le sobran. Pero él tiene la tenacidad de quien disfruta del conflicto. La cara de culo que lleva puesta hoy, por ejemplo, la tenía antes de sentarse a la mesa, antes de subirse al auto para ir hasta el bar al que íbamos seguido cuando empezamos a salir, incluso antes de salir de casa. Está esperando, cual bomba de tiempo, el momento para explotarme la insatisfacción en la cara. Y de eso se trababa un poco todo. Es el castigo que me toca por ser tan yo y tan poco todo lo que el pretende. Nos conocemos, como se conocen los amantes que comparten la cama y la miseria en el tiempo. En días como este yo me portó mal, para que él que pueda identificar la culpa de su profunda infelicidad. Le voy buscando el punto, voy midiendo el aire, tratando de evitar el momento que sé que hasta por venir. Pero empiezo a cansarme de esquivar las estacas que me está clavando por los costados, el corset con el que me sostiene me está apretando mucho y es una cuestión de tiempo. Me harta tener que calcular hasta el modo en el que me llevo la servilleta al regazo. Esto no es una pareja, es un campo minado. De repente que me grite me parece el mal menor. Dale. Desenredate. Terminá con éste suspenso. El desenlace va a ser del siempre. Reproches eternos, llanto, un par de te juro que voy a cambiar (míos, por cierto) y dormir enfrentados por el desgaste de la pelea. Amanecer inertes y chiquitos. Seguir esquivándonos los ojos el uno al otro, todo el día. Hasta que se sienta sólo, porque la distancia que marca le hace más daño a él que a nadie. El desapego que me genera la pelea me licua la culpa que siento. En menos de un día el miedo le va a ganar y se va a acomodar en su lado de la cama para decirme: ya basta, no peleemos más, y echarnos el polvo olvidablemente reglamentario con el que cerramos cada semana de nuestras vidas.
- Pedís ese daikiri y ni siquiera te lo tomás -me dijo.
-Me aburro Mariano. Me aburro acá. No se porque me seguís trayendo a este lugar de mierda.   
-Bien que te gustaba antes este lugar de mierda -sentenció él, mareando los dos hielos que le quedan en el vaso de whisky, con una expresión tan forzada que me da vergüenza ajena. Está decidido a mirarme a los ojos- te encantaba este lugar de mierda ¿no te acordás como te gustaba este lugar de mierda?
-No me molestes, no seas boludo- intento zanjar el diálogo y sobre todo la mirada insistente.
-Podés quedarte en casa si querés, podés hacer lo que quieras. Podés mirarme a la cara también. Te juro que no te voy a morder.
Lo miré. Como se mira a un montón de mierda acomodada en el fondo de un inodoro sucio. No quería mirarlo así, pero insiste. Insiste en que sea testigo privilegiada del daño que le estoy haciendo, así funciona la rueda. Me odia ahora. Me levanto de la silla, agarro mi cartera y me encierro en el último cubículo del baño. Las ganas de llorar, si, las traje. Por mi vida en general. No tengo más 20 años, estoy pisando firme la ruta de los 30 y largos. Un laburo de esos que parecen buenos cuando contás sobre ellos, pero cuando el lunes te sentás en el escritorio que ha sido designado para vos, te das cuenta de lo triste que resulta todo. Tomarse el subte. Ese subte lleno de gente y de calor, hacer el esfuerzo de sumergirte en las entrañas de la tierra para ir a perder el tiempo y la vida en algo que en el fondo no te interesa, pero por lo que se te paga. Hay que pagar el crédito. El crédito de una casa que compramos juntos pero que deseo profundamente que no hubiésemos comprado. La casa es hasta linda, le hice todas las cortinas a medida. Con patiecito y parrilla, en las que el jura que va a hacer unos asadazos. Que va a hacer, sino sabe ni prender el fuego. Cada rincón es el anuncio de mi falta de espíritu, de mi rutina esclava y de mi vida sin sorpresas. Un auto parado en la puerta. Nuevo, cuatro puertas y con ventanita en el techo para no tener que abrir las ventanas las noches de verano y que te choreen. Una cagada. Que me choreen, que pase algo. Mejor no tener nada. Mejor no llegar a fin de mes y caminar por Buenos Aires como si no hubiera nada más importante que hacer. Renuncio a Punta Cana por un filito hippie que me coja por todos lados, encerrada en la pieza de un departamento que comparte con un amigo en Constitución. No estar ni siquiera casados. Así sería más fácil, porque un abogado bien pago te ahorra el problema de tener que volver a verte la cara con el chabón al que identificas como culpable de todas tus desgracias. Así, sin papeles estás obligada a negociar. Pero de una manera perversa. Estás obligada a esconder para negociar, a no decir lo que en las tripas te aprieta. A no gritar lo que se te sale de la boca. Callar y esperar un milagro. Quizás ganar el loto o que se enamore de otra. Eso sería ideal. No es tanto el miedo a separarse como a todo el drama que hay que atravesar para volver a estar sola. Las peleas, la división de muebles, la venta de una casa que no se puede vender porque está hipotecada. Una paja. Eso, siempre y cuando no se le ocurra la genial idea de que es nuestro momento de ser papás. Es como si lo estuviera viendo. Sonriendo exageradamente, muy seguro de que encontró la manera de sacar adelante la relación. Sería el fin. Ya no tengo memoria de lo que es una vida sexual plena. No tengo ganas de coger desde siempre. Y no me atrevo ni siquiera a buscar algún maleante mulato y generoso que me chupe la concha a destajo y sin privaciones. También podía tratar de ser lo que hace falta: sincera. Antes hablábamos. Se puede probar volver a ser como antes. Contarle que la presión en el pecho es muy grande, que así no se puede vivir. Que no tenemos porque hacernos esto. Pero tampoco es cuestión de alimentar falsas esperanzas. Volver a la comunicación es abrir una puerta peligrosa. Quizás así hasta yo empiece a entusiasmarme. La cosa así no va. Porque no. Porque no va. Porque a veces es así. Es un axioma, algo que se da como válido, incluso cuando no lo sabés realmente. A él le pasa lo mismo, pero para el otro lado. Va a sostener hasta el fin de sus días que somos una pareja magnífica y que soy el amor de su vida. Aunque de dos horas que pasa conmigo, me odia una hora y media. Aunque no se pueda acordar de cuando fue la última vez que lo hice reír. Aunque sabe perfectamente que no lo hago feliz, sobre todo porque no puedo hacer otra cosa que pensar en cómo hacerme feliz a mi misma. No se puede hacer nada para que sea de otra manera. A veces hasta dudo. Si antes fuimos tanto, porque ahora somos tan poco. Si nos queríamos. Si nos juramos que íbamos ser distintos a todo el resto.  Las cosas nunca son lo que una espera. Las cosas casi siempre son como te las cuentan. Tengo que volver a la mesa. Tengo que volver a verle la cara. Es mi obligación. Afrontar todo de vuelta. Toda la mentira de la vida juntos y él, ahí. Viviendo la mentira, sudando la mentira, emborrachando la mentira.  
Abro la puerta del cubículo, me lavo la cara, me mojo la nuca y salgo del baño. Me siento a la mesa y le doy la enésima vuelta con la pajita al daikiri de frutilla. Aguado. El va por el tercer whisky. Un horror.  
-Basta. No aguanto más –digo, en un gesto heroico.
-Eso ¿se te ocurrió solita o estuviste hablando por teléfono con tu amiguita en el baño? –explota, finalmente, todo.


jueves, 29 de diciembre de 2011

soi lo que quiero ser dentro de las limitaciones estructurales dadas por mi capacidad de pensar. es decir, hay cosas que no puedo ser porque sencillamente no está en mi pensarlas. todo aquello que se me ocurre, puedo en potencia, ser. puedo incluso ser todo aquello que se me ocurra ser de aqui hasta el dia en el que muera. lo que nunca voy a poder ser es todo aquello que se me negado en mi posibilidad finita de pensamiento. en otras palabras nunca podré ser aquello que ni siquiera logro pensar, mucho menos comprender. no puedo ser aquello que no soy, porque ni siquiera se presenta en mi en forma de pensamiento

viernes, 18 de noviembre de 2011

fliA!

1.

Primero pasa que escuchás una conversación. No está pasando lejos tuyo, y una aprehende primero el murmullo. Hay alguien cerca que está invocando tu nombre. El efecto es total. En segundo no más ya estás totalmente alerta, pendiente de que más podés escuchar y te sentís mal, incómoda y con la sensación de estar siendo marginada. Después, empieza a quemarte. Aparece la angustia, como un hormigueo tenue, y en segundos no más es el fuego limpio el que te golpea la carne. Todo se quema y la vida está en llamas como debe arder el infierno. Algo hay de cierto en esa frase que reza: “pueblo chico, infierno grande”. Cuando las condiciones están dadas, en un pueblo, se incinera al alma más justa, como en una purga, para salvar el sentido que sostiene a la comunidad toda.
Yo debo haber tenido unos 15 años, cuando escuché por primera vez en el colegio la historia de la loca del martillo. Una compañera, que se sentaba delante mio y fumaba cigarrillos de una manera vulgar y exagerada, cuchicheaba con otras sobre una señora que muchos años atrás había asesinado a una mujer a martillazos limpios, para después prenderla fuego adentro de un auto. Esta chica, le comentaba a las otras que la mujer no estaba muerta cuando la prendieron fuego: “seguía viva, seguía viva” chillaba.
No dije nada. Nunca digo nada en realidad. Pero si para mi abuela no fuera tan traumático, probablemente hubiese hecho un chiste con eso, y le habría dicho que la loca del martillo era mi tía abuela, y que no me jodiera más porque en la familia había más de una loca.

2.
Como ardió la mujer en su auto, con la cara desfigurada por los martillazos que mi tía le había dado, ardió en el pueblo el nombre de mi familia: lo realmente triste de las hogueras simbólicas que se encienden en los pueblos es que no siempre responden con justeza a las necesidades de la purga. Las llamas que envolvieron a la mujer habrán sido bastante más certeras, eso si. En realidad, nunca se supo si cuando mi tía la prendió fuego la mujer ya estaba muerta. Estimamos que no, que murió carbonizada, lo que hace todo un poco peor. De haber logrado mi tía su cometido como lo tenía pensado, la mujer hubiese muerte al primer martillazo. De eso estoy segura, nadie de mi familia puede ser tan malo. Sabemos con certeza que ese primer martillazo no mató a la mujer, por eso fue que la tía le borró los ojos a puro golpe. Lo más probable, es que haya estado viva cuando la encerró en el auto, roció todo con nafta y echó un fósforo. Lo que se dice una muerte terrible.

3.
Creo que fue a partir de ahí que todo empezó a andar un poco peor en mi familia. Mi abuela nunca quiere hablar del tema, la pone mal, dice. Como en una comunión filial implícita (quizás explicita entre ellos), todos los vínculos sanguíneos respetan el silencio que mi abuela ha mantenido intacto a lo largo de los años. La historia completa nunca la cuenta nadie, si me enteré fue de a pedacitos y por comentarios que fui escuchando. Cuando volví ese mediodía del colegio le pregunté a mi mamá por la tía. Mamá, que siempre me decía todo lo que sabía de las cosas, me esquivaba. Cuando nos sentamos a almorzar, volví a preguntar. Papá me quiso contar. Claro, el estaba por fuera del pacto de silencio y sangre. Pero se ve que mi mamá empezó a patearlo por debajo de la mesa, porque mi papá se cayó. No sin antes pedirle a mi mamá que no lo pateé más. Fue raro. En mi casa siempre se nos decía la verdad a mi y a mi hermana. Creo que ahí fue que empecé a pensar que la historia de la tía encerraba otras historias mucho más secretas que la de la loca del martillo.

4.
La tía y la abuela no tenían otros hermanos, y cuando la tía hizo lo que hizo mi abuela la pasó mal. Más que nada por la “vergüenza”, como siempre dice, pero otro poco también por cosas que tienen que ver con ella. Cuando a la tía la fue a buscar la policía a su casa, el tío no estaba. Había salido a jugar a las cartas, como hacía todos los días. Después de comer, en el pueblo, los hombres se van al club a jugar a las cartas. Más en la época de mi tía. Jugaban al Tute Cabrera o al Codillo, que son juegos parecidos, pero no son iguales. Y en cualquier mesa se te ofenden mucho si los confundís. Los hombres siempre juegan por plata a las cartas, así sea por 10 centavos, juegan por plata. Las mujeres no juegan ni al Tute ni al Codillo, juegan a la canasta y nunca pero nunca juegan por plata.

5.
En el medio del silencio total que se hace en el pueblo a la hora de la siesta, mi tía atendió a la policía. Todas las casas están sobre la calle y se escucha todo. Creo que era domingo. Me imagino el momento y es como si lo estuviera viendo: todos los vecinos asomados a la ventana a ver que era lo que estaba pasando, y mi tía, sacando carpiendo a la policía, echando doble llave a la puerta después de cerrárselas en la cara.




martes, 1 de febrero de 2011

Ando en esto de andar haciendo algo para llenar un poco estos huecos que se me plantan en la jeta, o en la panza.
Ando viendo que se puede hacer con tener las mañanas libres, y los tardes de encierro. Ojo, no es que sufra como sufren los niños ricos, que valga la redundancia, sufren tristeza. Un poco si, debo decir, pero acá el problema sigue siendo otro.

Porque existe una alta probabilidad de que acabado mi encierro, y encontrada mi salida, vuelva a buscar hacer alguna otra cosa, porque soy, digamos que, inconstante. La inconstancia, para nuestra generación, es una suerte de lugar heroico y profano, que nos define en tanto, somos, precisamente, hijos de la misma historia trunca. Incapaces de la constancia. O de la continuidad. De alguna manera, intuyo, que debemos no ser otra cosa que la generación del desequilibrio porque nacimos aquí y ahora, y el tiempo nos encontró a nosotros primero.

Estamos llenos de vértices que expresan que el equilibrio no es una cualidad propia de esta juventud de la que formamos parte. Oímos el desequilibrio en cada palabra hecha cuento, o hazaña. Es que estamos hechos de no certezas. De agujeros y lugares profundamente vacíos. Hallamos las sensaciones de plenitud en el juego de ser reventadas, putas o locas. Somos desequilibradas. Probablemente podamos, como podemos, tener un trabajo de unas 8 horas diarias, seguramente, consigamos realizarlo dignamente, y percibamos un sueldo que nos deja margen para comprarnos las ropita que más nos gusta, y comer en esos restaurantes caros de palermo kosher.

No estamos, sin embargo, contenidas positivamente en estas formas de existencia, y buscamos, como empezamos diciendo, algo que nos llene el tiempo que nos queda libre después de dormir, llorar, trabajar y coger.

Somos una estampida de desequilibradas andando tristes o felices, depende el día. De eso se trata, justamente, el desequilibro estático. Estamos plantadas en nuestras vidas de manera errante, híper jurándonos que esto que somos hoy no es para siempre, que podemos encontrarle la vuelta al equilibrio en el desequilibrio. A salir los días de semana a tomarnos todas las birras que podamos pagar, renunciar a la pollerita que vimos el otro día caminando por almagro, y plantear que así está bien, y volver a despertarnos el lunes, 8:15, bañarnos en un periquete, y salir de vuelta a la vida equilibrada que nos permite conjurar las noches de juerga.

En ese devenir en ciclos es que estamos jugándonos la existencia. No somos la generación del cambio, eso está claro. No somos otras, ni nosotras, y eso, también está más que claro. No vale nada preguntarnos que es esto que somos, como generación o como vamos a lograr escribir el primer capítulo de nuestro futuro libro. Como vamos a cantar tangos en la tanguería de Roberto, o lo que sea que pongamos en el lugar de plenitud.

En el fondo, lo más triste es que no sabemos. Hay cuestiones estructurales que nos definen, ciertamente. Nos está negado el ascenso social, como generación y como estirpe. No existe más el luche y vuelve, ni el luche y compre. El consumo, como forma válida de existencia privilegiada, también se está apagando. Si tenemos un poco de suerte, papá puede comprarnos nuestro primer departamento, así nos pagamos el alquiler, y podemos jugar a que llevamos la vida que queremos. Ciertamente, estamos en la post era, y ni siquiera somos capaces de decirlo. Nos toman la voz y nos deforman. No es que existan cosas nuevas ahora y justo nosotros las hicimos. Nosotros nunca hicimos nada más que ponernos en pedo, tomar merca en los baños de los ministerios y tener sexo con desconocidos en Unidades Básicas. Todos muy pintorescos los relatos que inventamos, pero esto ya lo hizo alguien antes, y muy seguramente, mejor que nosotras mismas. El cuento y el acto.

Entonces, que es lo que nos define, me pregunto. Y volvemos, volviendo a ver la cosa después de llenar todo de palabras una vez más, y decimos, porque es lo que más nos gusta, que la cosa homogénea entre todas nosotras es justamente, la nada misma.

No tenemos ataduras, ni estandartes. Nacimos de la nada, y eso ha marcado nuestro no lugar en el mundo. Algo bueno: tenemos en claro que nada valemos. Que para la gente que importa somos prescindibles. Pero los sentidos, y de estos si somos culpables, los damos nosotras mismas. Un poco es lo que nos toca, y otro poco es lo que nosotros hemos tocado. Existe como lo vemos, porque existe si. Pero por sobre todo, porque los estamos mirando. Hay un juego entre el qué mira, y el qué se deja mirar. Una construcción conceptual del sentido de la observación y los significantes que se producen en la dinámica que estará vedado hasta que elijamos denunciarlo.

No estamos llamando a la denuncia, ni a las conductas heroicas. Esto tampoco nos importa un bledo. Lo que si nos interesa es la construcción del no lugar, y la definición de nuestro territorio, como propio.
Si estamos en esto de ser nada, y no valer, ni inventar, como en el fondo todo se ha dicho y todo se ha hecho, lo mejor que podemos hacer es repetir y soplar y robarle la astucia al sentido. Y sobre todo, ser profundamente conscientes, no hacernos las boludas.

Si estamos buscando cosas, porque no sabemos adonde vamos, y porque si o si necesitamos trascender en un punto de la historia en la que trascendencia está negra y acabada, asumamos nuestra búsqueda para poder de una vez y para siempre derruirla y tirarla al costado del camino.

Cuando éramos más jóvenes podíamos ser todo y mucho más. Hoy, que fundamentalmente no somos nada, o somos muy poco, apenas empleadas públicas, escritoras mediocres, o aspirantes a cientistas sociales programadas para el escenario académico, podemos decir, sin miedo a equivocarnos, que estamos asumiendo lo ridículo de nuestra pretensión idiota, y al fin, decidirnos a profundizar el escenario que buscamos.