viernes, 20 de enero de 2012

sola

Qué me grite en si no me molesta tanto como la necesidad que carga de alargar las cosas. Estirarlas. Tomarse el tiempo de montar la carpa entera para desplegar el circo del reclamo y agotar cada tema a partir del cual puede generar algún problema. Se exonera del odio que me guarda maltratándome todo lo que puede, en todas y cada una de las excusas que le doy. Si me río, de que es que río tanto. ¿Me río de él? Flaco, no sos el centro del mundo. A veces sólo me río. Si lloro o estoy con mala cara, peor. Que nunca disfruto de nada, que soy una ingrata, incluso que me gusta estar mal. De todas maneras, lo que parece alterarlo más que nada, es que mis estados de ánimo tengan más bien poco que ver con él. Salta a otro ítem únicamente cuando la cuestión está ya seca de tanto exprimirla. Motivos para la queja, es cierto, le sobran. Pero él tiene la tenacidad de quien disfruta del conflicto. La cara de culo que lleva puesta hoy, por ejemplo, la tenía antes de sentarse a la mesa, antes de subirse al auto para ir hasta el bar al que íbamos seguido cuando empezamos a salir, incluso antes de salir de casa. Está esperando, cual bomba de tiempo, el momento para explotarme la insatisfacción en la cara. Y de eso se trababa un poco todo. Es el castigo que me toca por ser tan yo y tan poco todo lo que el pretende. Nos conocemos, como se conocen los amantes que comparten la cama y la miseria en el tiempo. En días como este yo me portó mal, para que él que pueda identificar la culpa de su profunda infelicidad. Le voy buscando el punto, voy midiendo el aire, tratando de evitar el momento que sé que hasta por venir. Pero empiezo a cansarme de esquivar las estacas que me está clavando por los costados, el corset con el que me sostiene me está apretando mucho y es una cuestión de tiempo. Me harta tener que calcular hasta el modo en el que me llevo la servilleta al regazo. Esto no es una pareja, es un campo minado. De repente que me grite me parece el mal menor. Dale. Desenredate. Terminá con éste suspenso. El desenlace va a ser del siempre. Reproches eternos, llanto, un par de te juro que voy a cambiar (míos, por cierto) y dormir enfrentados por el desgaste de la pelea. Amanecer inertes y chiquitos. Seguir esquivándonos los ojos el uno al otro, todo el día. Hasta que se sienta sólo, porque la distancia que marca le hace más daño a él que a nadie. El desapego que me genera la pelea me licua la culpa que siento. En menos de un día el miedo le va a ganar y se va a acomodar en su lado de la cama para decirme: ya basta, no peleemos más, y echarnos el polvo olvidablemente reglamentario con el que cerramos cada semana de nuestras vidas.
- Pedís ese daikiri y ni siquiera te lo tomás -me dijo.
-Me aburro Mariano. Me aburro acá. No se porque me seguís trayendo a este lugar de mierda.   
-Bien que te gustaba antes este lugar de mierda -sentenció él, mareando los dos hielos que le quedan en el vaso de whisky, con una expresión tan forzada que me da vergüenza ajena. Está decidido a mirarme a los ojos- te encantaba este lugar de mierda ¿no te acordás como te gustaba este lugar de mierda?
-No me molestes, no seas boludo- intento zanjar el diálogo y sobre todo la mirada insistente.
-Podés quedarte en casa si querés, podés hacer lo que quieras. Podés mirarme a la cara también. Te juro que no te voy a morder.
Lo miré. Como se mira a un montón de mierda acomodada en el fondo de un inodoro sucio. No quería mirarlo así, pero insiste. Insiste en que sea testigo privilegiada del daño que le estoy haciendo, así funciona la rueda. Me odia ahora. Me levanto de la silla, agarro mi cartera y me encierro en el último cubículo del baño. Las ganas de llorar, si, las traje. Por mi vida en general. No tengo más 20 años, estoy pisando firme la ruta de los 30 y largos. Un laburo de esos que parecen buenos cuando contás sobre ellos, pero cuando el lunes te sentás en el escritorio que ha sido designado para vos, te das cuenta de lo triste que resulta todo. Tomarse el subte. Ese subte lleno de gente y de calor, hacer el esfuerzo de sumergirte en las entrañas de la tierra para ir a perder el tiempo y la vida en algo que en el fondo no te interesa, pero por lo que se te paga. Hay que pagar el crédito. El crédito de una casa que compramos juntos pero que deseo profundamente que no hubiésemos comprado. La casa es hasta linda, le hice todas las cortinas a medida. Con patiecito y parrilla, en las que el jura que va a hacer unos asadazos. Que va a hacer, sino sabe ni prender el fuego. Cada rincón es el anuncio de mi falta de espíritu, de mi rutina esclava y de mi vida sin sorpresas. Un auto parado en la puerta. Nuevo, cuatro puertas y con ventanita en el techo para no tener que abrir las ventanas las noches de verano y que te choreen. Una cagada. Que me choreen, que pase algo. Mejor no tener nada. Mejor no llegar a fin de mes y caminar por Buenos Aires como si no hubiera nada más importante que hacer. Renuncio a Punta Cana por un filito hippie que me coja por todos lados, encerrada en la pieza de un departamento que comparte con un amigo en Constitución. No estar ni siquiera casados. Así sería más fácil, porque un abogado bien pago te ahorra el problema de tener que volver a verte la cara con el chabón al que identificas como culpable de todas tus desgracias. Así, sin papeles estás obligada a negociar. Pero de una manera perversa. Estás obligada a esconder para negociar, a no decir lo que en las tripas te aprieta. A no gritar lo que se te sale de la boca. Callar y esperar un milagro. Quizás ganar el loto o que se enamore de otra. Eso sería ideal. No es tanto el miedo a separarse como a todo el drama que hay que atravesar para volver a estar sola. Las peleas, la división de muebles, la venta de una casa que no se puede vender porque está hipotecada. Una paja. Eso, siempre y cuando no se le ocurra la genial idea de que es nuestro momento de ser papás. Es como si lo estuviera viendo. Sonriendo exageradamente, muy seguro de que encontró la manera de sacar adelante la relación. Sería el fin. Ya no tengo memoria de lo que es una vida sexual plena. No tengo ganas de coger desde siempre. Y no me atrevo ni siquiera a buscar algún maleante mulato y generoso que me chupe la concha a destajo y sin privaciones. También podía tratar de ser lo que hace falta: sincera. Antes hablábamos. Se puede probar volver a ser como antes. Contarle que la presión en el pecho es muy grande, que así no se puede vivir. Que no tenemos porque hacernos esto. Pero tampoco es cuestión de alimentar falsas esperanzas. Volver a la comunicación es abrir una puerta peligrosa. Quizás así hasta yo empiece a entusiasmarme. La cosa así no va. Porque no. Porque no va. Porque a veces es así. Es un axioma, algo que se da como válido, incluso cuando no lo sabés realmente. A él le pasa lo mismo, pero para el otro lado. Va a sostener hasta el fin de sus días que somos una pareja magnífica y que soy el amor de su vida. Aunque de dos horas que pasa conmigo, me odia una hora y media. Aunque no se pueda acordar de cuando fue la última vez que lo hice reír. Aunque sabe perfectamente que no lo hago feliz, sobre todo porque no puedo hacer otra cosa que pensar en cómo hacerme feliz a mi misma. No se puede hacer nada para que sea de otra manera. A veces hasta dudo. Si antes fuimos tanto, porque ahora somos tan poco. Si nos queríamos. Si nos juramos que íbamos ser distintos a todo el resto.  Las cosas nunca son lo que una espera. Las cosas casi siempre son como te las cuentan. Tengo que volver a la mesa. Tengo que volver a verle la cara. Es mi obligación. Afrontar todo de vuelta. Toda la mentira de la vida juntos y él, ahí. Viviendo la mentira, sudando la mentira, emborrachando la mentira.  
Abro la puerta del cubículo, me lavo la cara, me mojo la nuca y salgo del baño. Me siento a la mesa y le doy la enésima vuelta con la pajita al daikiri de frutilla. Aguado. El va por el tercer whisky. Un horror.  
-Basta. No aguanto más –digo, en un gesto heroico.
-Eso ¿se te ocurrió solita o estuviste hablando por teléfono con tu amiguita en el baño? –explota, finalmente, todo.