viernes, 18 de noviembre de 2011

fliA!

1.

Primero pasa que escuchás una conversación. No está pasando lejos tuyo, y una aprehende primero el murmullo. Hay alguien cerca que está invocando tu nombre. El efecto es total. En segundo no más ya estás totalmente alerta, pendiente de que más podés escuchar y te sentís mal, incómoda y con la sensación de estar siendo marginada. Después, empieza a quemarte. Aparece la angustia, como un hormigueo tenue, y en segundos no más es el fuego limpio el que te golpea la carne. Todo se quema y la vida está en llamas como debe arder el infierno. Algo hay de cierto en esa frase que reza: “pueblo chico, infierno grande”. Cuando las condiciones están dadas, en un pueblo, se incinera al alma más justa, como en una purga, para salvar el sentido que sostiene a la comunidad toda.
Yo debo haber tenido unos 15 años, cuando escuché por primera vez en el colegio la historia de la loca del martillo. Una compañera, que se sentaba delante mio y fumaba cigarrillos de una manera vulgar y exagerada, cuchicheaba con otras sobre una señora que muchos años atrás había asesinado a una mujer a martillazos limpios, para después prenderla fuego adentro de un auto. Esta chica, le comentaba a las otras que la mujer no estaba muerta cuando la prendieron fuego: “seguía viva, seguía viva” chillaba.
No dije nada. Nunca digo nada en realidad. Pero si para mi abuela no fuera tan traumático, probablemente hubiese hecho un chiste con eso, y le habría dicho que la loca del martillo era mi tía abuela, y que no me jodiera más porque en la familia había más de una loca.

2.
Como ardió la mujer en su auto, con la cara desfigurada por los martillazos que mi tía le había dado, ardió en el pueblo el nombre de mi familia: lo realmente triste de las hogueras simbólicas que se encienden en los pueblos es que no siempre responden con justeza a las necesidades de la purga. Las llamas que envolvieron a la mujer habrán sido bastante más certeras, eso si. En realidad, nunca se supo si cuando mi tía la prendió fuego la mujer ya estaba muerta. Estimamos que no, que murió carbonizada, lo que hace todo un poco peor. De haber logrado mi tía su cometido como lo tenía pensado, la mujer hubiese muerte al primer martillazo. De eso estoy segura, nadie de mi familia puede ser tan malo. Sabemos con certeza que ese primer martillazo no mató a la mujer, por eso fue que la tía le borró los ojos a puro golpe. Lo más probable, es que haya estado viva cuando la encerró en el auto, roció todo con nafta y echó un fósforo. Lo que se dice una muerte terrible.

3.
Creo que fue a partir de ahí que todo empezó a andar un poco peor en mi familia. Mi abuela nunca quiere hablar del tema, la pone mal, dice. Como en una comunión filial implícita (quizás explicita entre ellos), todos los vínculos sanguíneos respetan el silencio que mi abuela ha mantenido intacto a lo largo de los años. La historia completa nunca la cuenta nadie, si me enteré fue de a pedacitos y por comentarios que fui escuchando. Cuando volví ese mediodía del colegio le pregunté a mi mamá por la tía. Mamá, que siempre me decía todo lo que sabía de las cosas, me esquivaba. Cuando nos sentamos a almorzar, volví a preguntar. Papá me quiso contar. Claro, el estaba por fuera del pacto de silencio y sangre. Pero se ve que mi mamá empezó a patearlo por debajo de la mesa, porque mi papá se cayó. No sin antes pedirle a mi mamá que no lo pateé más. Fue raro. En mi casa siempre se nos decía la verdad a mi y a mi hermana. Creo que ahí fue que empecé a pensar que la historia de la tía encerraba otras historias mucho más secretas que la de la loca del martillo.

4.
La tía y la abuela no tenían otros hermanos, y cuando la tía hizo lo que hizo mi abuela la pasó mal. Más que nada por la “vergüenza”, como siempre dice, pero otro poco también por cosas que tienen que ver con ella. Cuando a la tía la fue a buscar la policía a su casa, el tío no estaba. Había salido a jugar a las cartas, como hacía todos los días. Después de comer, en el pueblo, los hombres se van al club a jugar a las cartas. Más en la época de mi tía. Jugaban al Tute Cabrera o al Codillo, que son juegos parecidos, pero no son iguales. Y en cualquier mesa se te ofenden mucho si los confundís. Los hombres siempre juegan por plata a las cartas, así sea por 10 centavos, juegan por plata. Las mujeres no juegan ni al Tute ni al Codillo, juegan a la canasta y nunca pero nunca juegan por plata.

5.
En el medio del silencio total que se hace en el pueblo a la hora de la siesta, mi tía atendió a la policía. Todas las casas están sobre la calle y se escucha todo. Creo que era domingo. Me imagino el momento y es como si lo estuviera viendo: todos los vecinos asomados a la ventana a ver que era lo que estaba pasando, y mi tía, sacando carpiendo a la policía, echando doble llave a la puerta después de cerrárselas en la cara.