desde que la vi subir corriendo la escalera no puedo mirar a la escalera. ni por la ventana que da a la escalera. primero bajé las persianas, después cerré las ventanas y hoy, ya finalmente, cerré las cortinas y ya no hay afuera. tres capas de cosas me separan de mi vista, de mi patio y del acceso a la terraza de mi vecino. tres gruesas capas de separación entre ella y yo. ella vive afuera y yo vivo adentro y nos separan exactamente el día y la noche: el momento en el que me la cruzo cuando entro y la persiana, la ventana y la cortina. antes no usaba las cortinas. eran un pedacito de tela liviana que llevaba mi casa coqueta atadas con una tirita de colores, apenas utilizadas los fines de semana cuando después de bañarme, me ocupaba de andar por la casa usando casi nada de ropa. ahí si, hacían gala de su utilidad: que el vecino no me viera y pensara que andaba desnuda para gustarle o algo así. el resto de los días, como si nada. tranquilas ellas atadas a su piolita de colores que me vino en la bolsa de cuando me compré el vestido para el casamiento del primo de mati. las persianas se bajaban de noche y cuando me iba al trabajo. por la lluvia más que nada. siendo hoy día Buenos Aires una ex ciudad sub tropical, la lluvia se nos viene encima casi que de sorpresa. así que las persianas se usaban bastante más. también por el tema de la posibilidad de un robo. con la persiana arriba estiras la mano y metés un palo con un gancho y me robas la compu. así me pasó en Valizas. vino uno y metió la mano por una ventana abierta y me robó la cartera con la guita y el pasaje. desde entonces, las persianas bajas del todo. las ventanas no las cerraba, salvo en invierno, por el frío, claro.
ahora, cuando vuelvo del trabajo, ya no quiero llegar.
a metros de mi casa adopto mi pose valiente y voy repitiendome por la calle, mientras me acerco a la puerta, que no pasa nada que está todo bien, que no es nada grave. me exijo actuar con responsabilidad y el temple que, para todo lo otro en mi vida, me caracteriza. pero no. ya cuando abro la puerta de calle me tiemblan las manos y no puedo pasar sin mirar. me detengo, ante la cancel y miro los caños que se adhieren a las paredes del pasillo. si no veo nada, no grito y después de un momento de mucha angustia me ocupo de hacerme cruzar el pasillo. a la mitad es cuando suele darme el ataque; la planta apalmerada que está a mitad de camino entre la puerta de calle y la puerta de mi casa, es la que usa para bajar, y cuando paso por ahí me toca el brazo y la cabeza también, aunque apenas y es casi como si la tocara a ella. me desarmo y trastabillo por la escalera. a veces me golpeo un dedo, a veces se me caen las cosas que cargo y tardo mucho más de lo que quisiera. a veces paso, sin complicaciones. una vez adentro ya no me atrevo a salir, hasta que se hace de día y la angustia parece menguar. la calle no me parece un lugar seguro tampoco. por más gente que haya dando vueltas, por más sol que raje la tarde. asco, pienso. creo, estimo que mientras tipeo ésto está esperando detrás de la cómoda que tengo en mi habitación. es que cuando yo cierre los ojos y no pueda verla va a usar mi ropa, y a ponerse mis zapatos. va a caminar sobre mi almohada y mi cabeza, bailando el baile de la victoria sobre mi, mientras yo duermo el sueño de las derrotadas. antes y después de hoy, soy esa rata. mis ojos se posan sobre mi misma, proyectándome sobre la cabeza el vacío desde el filo de la escalera que no veo porque bajé la persiana, cerré la ventanta y corrí las cortinas.