jueves, 11 de marzo de 2010

naif

Cuando llegué hasta la puerta, casi que no tenía ganas de tocar el timbre. Tenía tanto miedo que quería salir corriendo. San Cristóbal es un barrio algo raro; es medio once y hace de puente con otros lados de la ciudad que crecen del otro lado de la Av. Rivadavia y que, hasta ese momento, yo desconocía. La puerta de la casa era linda pero vieja, y estaba toda descolorida. Se dejaba ver en la puerta lo que debería ser un abandono total de la casa. El colectivo que me había tomado me había abierto el paso a través del mar de luces tenues; andando entre calles que desconocia, llegué hasta su casa y no recuerdo si era abril o si era mayo. Cuando toqué el timbre y nadie me atendió casi lloro. No paraba de pensar. Pensaba en todas las veces que de peque unas chicas malas me habían dejado horas esperándolas en esquinas despobladas, en todos los chicos que no me habían dado bola, en que ridícula era parada en el escalón de esa casa, y en que sola estaba, esperando en vano que alguien del otro lado, se hubiese demorado más de lo común en llegarse hasta la puerta.
Cuando estaba a punto de convencerme por completo de mi mala mala suerte, vi aparecerse por la esquina lejana una bicicleta gris y arriba de ella, a mi chico adorado. Cuando estuvimos cerca, me abrazó y me dijo con una dulzura irreproducible: Laura… como me diría tantas otras veces. Y aunque yo no quería, en ese mismo momento se me abría en el pecho un surco, con un lugarcito cerrado en el medio, en el que iba a guardar todo lo que con él tuviese. Eso no lo compartí nunca con nadie y, claramente, nadie lo compartió conmigo. Existía ahora él en mi, y todo su pelo con rulos no dejaba de abrazarme, mientras yo perdía mis nervios y mis palabras en el sonido, siempre triste, que hace un amor que nace para no ser correspondido.

1 comentario:

Anita Leporina dijo...

Lindo, lindo, a pesar de que esos finales no sean de mi gusto, este está bueno.